miércoles, 21 de abril de 2010

La casa del espejo.

Recuerdo tres cosas de esa casa de asistencia: la viejita intensa dueña de la casa, el llanto de un perro y un espejo.

Llegué a ese lugar a compartir renta (y cuarto) con mi amiga Isis, mientras pasábamos nuestro semestre de prácticas en un pueblo. Aunque teníamos distintos horarios (ella salía más temprano mientras yo ñoñeaba con la tesis o platicaba largo y tendido con un amigo de ojos bonitos) me tranquilizaba mucho tener a alguien conocido en mi vida. Sobretodo en aquél lugar dónde no había nada interesante además de mi trabajo y todo estaba cerrado los domingos.

De vez en cuándo oía a un animal llorar. Yo iba saliendo de una racha que casi me lleva al psiquiatra, entonces asumí que tal vez mi estrés, mi cansancio y mi necesidad de atención y afecto lograron hacer que imaginara ruiditos de nuevo. Temía mucho descontrolarme así que no dije nada. No tenía mucho caso de cualquier modo, ya que –a excepción de los fines de semana- era raro encontrarme allí.

Isis es una buena cuenta cuentos. Podía empezar a contarme sobre los chismes de quién se acostaba con quién en nuestra “universidad chica infierno grande” y terminar platicándome una película. Entretejía las historias sin darse cuenta y, dos horas después volvía a su cuento original. Yo le ponía toda mi atención excepto cuándo nos quedábamos platicando de noche en la cocina de la casa.

La dueña era una viejita costurera, por lo que no me pareció raro que tuviera un espejo de cuerpo entero en la sala, al lado de la puerta. Era de madera oscura pero muy cuidadito, sin adornos. Isis me hizo notar que estaba acomodado de tal manera que la señora (que era una viejita intensa y tacaña) desde su máquina de coser pudiera vigilarnos en la cocina o en la sala. Sin embargo, esas noches que yo me quedaba cenando con Isis y platicando hasta madrugada, a pesar de que la señora no estaba allí yo me seguía sintiendo observada.

Mi rutina en esa nueva casa se generó rápido, y siempre se me olvidaban mis miedos tontos hasta que llegaba a la casa. Así llegara a las diez de la noche o a las dos de la mañana, siempre estaba todo oscuro. La señora nos insistía mucho que la última pusiera la cadena y siempre que me daba la vuelta tenía la tentación de verme de reojo en el espejo. Me entraban unos nervios espantosos y me subía las escaleras corriendo (pero en silencio porque la señora en todo estaba).

Un fin de semana de aquellos, desayunando, volví a escuchar al animal llorar. Isis me dijo: pobre perrito, ya tiene mucho llorando. ¿Te deja dormir? (o sea, no estaba loca, si existía un llanto). Nos subimos a la azotea a buscarlo y allí estaba: un cachorro grande con los ojos tristes en un techo. Lo miré y le pregunté ¿Porqué lloras? Sentí mucha tristeza y una lágrima salió por mi mejilla. El perro se quedó seriecito. Estaba lejitos pero pude ver sus ojos y percibí que se sentía solo. No lo volví a escuchar llorar y aunque siempre tuvimos la espinita de buscar la casa para ver si le faltaba algo no recuerdo porqué no lo hicimos.

Pero como que se me quedó que no imaginaba cosas y me sentí más envalentonada para enfrentar cualquier cosa rara que volviera a percibir. Otra de esas noches mientras Isis me contaba completita la película del Hombre Bicentenario volví a percibir el espejo detrás de ella y me animé a mirar. Y vi una sombra reflejada. Allí estaba asomándose por el lado derecho. Quise encontrarle forma a cualquier luz o sombra que estuviera haciendo efecto pero no había nada, y esa cosa se movió y yo la vi y supe que vio que la vi. Entonces me quedé como friqueada. Pero no dije nada.

Para mi suerte, Isis también era perceptiva y tenía un background que la hacía creer. Y como que –también- le encontraba explicación a las cosas que me pasaban. De hecho le sorprendió mucho el incidente del perrito y cuando platicábamos de noche en la cocina si me llegaba a decir “ay ya vámonos a platicar al cuarto porque ya no me estás viendo a la cara otra vez” (o sea que si notó que no quería ver de reojo el espejo atrás de ella). Una de esas noches llegué y vi una sombra en la sala (me pareció un mundo que estuviera la luz de la sala prendida). Cuando entré –iba por ella para invitarla a una fiesta- la encontré cenando cereal en la silla más alejada de la sala. Me dijo bien seria “no manches, vi a una sombra en el espejo… ya lo vi yo también”. Le pregunté si había alguien más en la casa, me dijo que no. Le pregunté si se había parado en la sala minutos antes, me dijo que no. Nos sentamos (ojos bonitos y yo) a acompañarla a cenar y nos fuimos a la fiesta.

Cuando Isis dejó de vivir allí entré en depresión y no duré ni dos meses en la casa. No recuerdo si volví a ver al espejo, lo que si recuerdo es que nunca lo toqué.

3 comentarios:

Ana Marinera dijo...

Uy sis si yo le contara las que me han pasado, no termino jojo.
Yo también creo en eso, pero sólo una vez he visto.
Besos.

Kuruni dijo...

Pos escríbalas, ándele.

Ana Marinera dijo...

Sí, luego :) Lo prometo