martes, 8 de diciembre de 2009

Danny Bob III


Aquí va de nuevo, el timbre suena y me pongo las pantuflas a medio pie, sigo poniéndomelas mientras camino arrastrando los pasos. Me acomodo la bata suavemente. No sé por qué corro, no espero a nadie, pero siempre que suena el timbre me parece que algo extraordinario está a punto de pasar, tal vez las buenas noticias que no espero, quizás un regalo de un admirador secreto, demasiado secreto, que ni siquiera podría sospecharlo; podría ser el cartero con los sobres llenos de cuentas por pagar, podría ser mi madre con una tarta de manzanas, el café que no pedí, la carta que llega por equivocación a mi departamento, la vecina que me pide que calle a mi gato, o que le preste unallaveunastijerasazúcarunfoco, el premio de consolación de la lotería, el periódico...


Abro la puerta con esa excitación de quien se quiere sorprender, y ahí estás: mojado por la lluvia que hace rato miraba por la ventana mientras escuchaba a Mozart, bebiendo té. Así, siempre así, irrumpes mi tranquilidad, mi soledad. Te metes a la casa en un solo paso sin que siquiera acabe de asimilar tu estampa: esos rizos suaves que con la humedad caen violentos en tu frente madura, tu nariz aguileña destila gotas como estalactita preciosa, esa inmensa boca que muerdes un poco por el titiriteo del frío, toda tu ropa huele a humedad penetrada, al tabaco que inhalas sin cesar: tus pies, más bien dicho, tus zapatos empapan mi entrada, y de repente el orden que tenía hace cinco segundos se desvanece. Subo corriendo por una toalla sin decirte nada, como si tu entrada fuera un ritual cotidiano. Hace cinco años que no te veía.


Permanecimos callados por mucho tiempo, sé que no quiere hablar, sé que cuando acude a mí es porque está harto de hacerlo. No le digo nada, no sé de dónde viene, ni por qué nuevamente fue a caer precisamente en mi departamento, en ese pequeño condominio mediocre con aspiraciones residenciales, con un extenso jardín que apenas cabe en mi balcón, ubicado en la calle Potreros, perdido en una inmensidad de pequeñas ventanas.


- ¿Quieres algo de té?- es lo único que me atrevo a decirte.

- No sabía si te encontraría aquí. Hace tanto que no hablamos...

- Bueno... es que...

- ¿Sabes? Me da gusto que estés bien.


Ojea el departamento con la mirada un poco perdida, como si mirara, o como si quisiera a través de una revisión de escáner poder regresar a esta realidad, al presente donde estamos el uno sentado frente al otro. Luego, con un salto súbito se dirige a mi cuarto, como buscando algo. Se escucha al fondo un ruido devastador.


- Perdón, no quería interrumpir- dice.

- No es nada, es el gato.



Respira profundamente y se vuelve a sentar. Es seguro que sólo quería saber si tengo compañía, o si podía entrar con esa libertad a mi vida como lo estabas haciendo. Sonríe un poco al ver mi foto, esa que me hizo su mejor amigo una semana antes de que dejáramos de vernos, su mueca se queda fija y por primera vez desde que abrí la puerta, me mira a los ojos.


Esta vez su mirada era fija, penetrante, por unos segundos quería buscar algo en mí. Titubeo un poco y le repito nuevamente si gusta algo de té. Asiente sin dejar de mirarme.



- ¿Cómo va el trabajo?

- Bien. ¿Le pongo azúcar?

- Qué bueno. No, así solo por favor. ¿Y qué has hecho?

- Nada, realmente. Bueno, están a punto de aprobarme un proyecto para obra artística. Tal vez vuelva a pintar, aunque sabes que lo mío siempre ha sido...

- Sí, lo sé. Qué bueno, me da mucho gusto.

- ¿Hierbabuena o manzanilla?

- No me imaginaba así tu departamento, bueno sí, pero pensé que tal vez tendría no sé, algo más... digamos... mmm... "alternativo".

- El espacio es pequeño, no me puedo dar grandes lujos. Acabo de vender mis últimas esculturas, una baratija, pero es que mi amigo... el que las tenía guardadas pues ya no las quería ahí y, pues las vendí, te digo.

- Tu amigo... que sea de yerbabuena por favor.


Me quedo sentada frente a él, le miro beber el té sin comprender todavía qué le trajo hasta aquí.


- ¿Puedo quedarme aquí un tiempo?

- Sí.. claro, ¿cuánto...

- No lo sé, quizás un par de meses.

- Está bien. Pero ¿sabes? tendrás que dormir en esta salita, en mi cuarto no hay mucho espacio y bueno, pues es aquí donde te puedes quedar, porque en mi cuarto me quedo yo y...

- Sí aquí es perfecto.


Suena el teléfono y me dirijo ya sin la emoción de la puerta, no alcanzo a asimilar nada aún.


- ¿Bueno?

- ¿Me podría comunicar con Daniel Ortega?

- Danny, te llaman.

- Gracias- dice al teléfono -sí, claro, ya estoy aquí, sí, bueno no te preocupes, mañana mismo empezamos con todo, claro... sí... ajám... no, no hay ningún problema. ¿Ella? No, no te preocupes- dice mientras me guiña el ojo.


La plática se torna larga, interminable, y me dirijo mejor a mi cuarto a dormir. No pude cerrar los ojos en toda la noche, agobiada de dudas.

4 comentarios:

Kuruni dijo...

Odio a Danny Bob.

Karabá dijo...

"tus zapatos empapan mi entrada, y de repente el orden que tenía hace cinco segundos se desvanece. Subo corriendo por una toalla sin decirte nada, como si tu entrada fuera un ritual cotidiano. Hace cinco años que no te veía". Jaja, diría "si supieras lo que esto me hace recordar", pero OBVIAMENTE YA LO SABES. Eso de responder a órdenes silenciosas... esas ansias cada que el mohino teléfono suena, que llega un e-mail... y sé que ya lo he dicho hasta el cansancio, pero: Chachis, ¿te casarías conmigo?

Ana Marinera dijo...

No
(jejeje)

Ana Marinera dijo...

A veces somos tan estúpidas jeje

Y brindo porque el wey lo sabe y se hace wey jaja saluuuuud